--Porque yo, de ser rey, no diría una palabra más.
--¿Qué haríais?
--Esperaría a mañana para reflexionar.
Luis XIV levantó por fin los ojos, y al ver que el intendente aguardaba,
mudó de conversación diciendo:
--Señor Colbert, va haciéndose tarde y quiero acostarme.
--¡Ah! --repuso el intendente, --creí...
--Mañana por la mañana resolveré.
--Está bien, Sire --dijo Colbert contrariado, y retirándose a
una señal del rey.
--¡Mi servidumbre! --dijo éste.
Entrado que hubo la servidumbre en el dormitorio de Su Majestad, Aramis dijo
con su habitual dulzura:
--Cuanto acaba de pasar no es sino un incidente del que mañana ya no
nos acordaremos, pero el servicio
de noche, la etiqueta con que suele acostarse el rey, es asunto de importancia.
Mirad y aprended cómo de-
béis acostaros, Sire.
COLBERT
La historia nos dirá, o más bien nos ha dicho las suntuosísimas
fiestas que al día siguiente dio a Luis XIV
el superintendente. Dos grandes escritores se han comprobado en la reñida
com petencia entablada entre la
cascada y el surtidor, de la lucha empeñada entre la fuente
de la Corona y los Animales, para saber cuál
se llevaba la gloria. Así pues, el día siguiente fue de diversiones
y de alegría: hubo paseo, banquete y co-
media, comedia en la cual, y con asombro, conoció Porthos a Moliére
que desempeñaba uno de los papeles
de la farsa los ° Importunos.
Luis XIV, preocupado en la escena de la víspera y dirigiendo el veneno
vertido por Colbert, durante todo
aquel día se mostró frío, reservado y taciturno, sin embargo
de reproducirse a cada paso en aquella encan-
tada mansión todas las maravillas de las Mil y una noches.
Hasta mediodía no empezó el rey a recobrar un poco la serenidad,
sin duda porque acababa de tomar una
resolución definitiva.
Aramis, que seguí paso al paso al monarca así en su pensamiento
como en su marcha, dedujo que no se
haría esperar el acontecimiento que él esperaba.
Ahora Colbert parecía andar de concierto con el obispo de Vannes, tanto,
que ni por consejo de éste
habría punzado más hondamente el corazón del soberano.
Éste, teniendo necesidad de apartar de sí un pensamiento sombrío,
buscó durante todo aquel día la com-
pañía de La VaIiére con tanta solicitud como huía
de la de Colbert o la de Fouquet.
Llegada la noche, el rey manifestó el deseo de no pasearse hasta después
del juego: así pues, se jugó en-
tre la cena y el paseo.
--Vaya, señores, al parque --dijo Luis XIV después que hubo ganado
mil doblones.
En el parque estaban ya las damas.
Hemos dicho que el rey había ganado y embolsado mil doblones; pero Fouquet
supo perder diez mil: de
manera que se repartieron noventa mil libras entre los cortesanos, que estaban
alegres como unas pascuas.
Colbert, indudablemente obedeciendo a una cita, aguardaba a Luis XIV en uno
de los recodos de una
alameda; y decimos indudablemente, porque el rey, que durante todo el día
evitara encontrarse con él, al
verle le hizo una seña y se internó con él en el parque.
La Valiére también había notado la sombría frente
y la mirada encendida del soberano; y como a su amor
nada de cuanto germinaba en el alma de su amante era impenetrable, comprendió
que aquella refrenada
cólera amagaba a alguno. Así pues, se situó en el camino
de la venganza como un ángel de la misericordia.
Triste, confusa, dolorida por haber tenido que pasar tanto tiempo lejos de su
real amante, se presentó al
rey con ademán cortado, ademán que aquél, en la mala disposición
de ánimo, en que se encontraba, inter-
pretó desfavorablemente.
Estando ambos solos o casi solos, pues Colbert, al ver a Luisa, se detuvo respetuosamente
a diez pasos de
distancia, el rey se acercó al ella, y asiéndole la mano, la dijo:
--¿Puedo sin indiscreción, preguntaros qué os pasa? Parece
que tenéis el pecho oprimido, y cualquiera
diría que habéis llorado. --Si mi pecho está opreso, Sire,
si tengo los ojos humedecidos, en una palabra, si
estoy triste, es porque Vuestra Majestad lo está.
--¿Triste yo? Os engañan vuestros ojos. No estoy triste, señorita.
--¿Pues qué?
--¡Humillado!
--¡Humillado! ¿qué decís?
--Digo que allí donde yo estoy, debería haber más amo que
yo; y, sin embargo, mirad y ved si yo, rey de
Francia, no me obscurezco ante el rey de este feudo. --Y apretando los dientes
y crispando las manos, aña-
dió: --¡Ah! a ese procaz ministro voy a cambiarle su fiesta en
un duelo del que la ninfa de Vaux, que dicen
los poetas, va a conservar largo tiempo el recuerdo.